Por Joaquín Roy
Hace cuarenta años, el 24 de febrero de 1981 (conocido luego como el 23-F), a media tarde en una fría atmósfera de Madrid, se produjo el ataque más grave contra la renacida democracia española. Un contingente armado de más de 200 agentes de la Guardia Civil invadió el Congreso de los Diputados y amenazó con la disolución del gobierno y el establecimiento de una dictadura. Bajo el mando del Teniente Coronel Antonio Tejero, empuñando una pistola de reglamento, los invasores interrumpieron el proceso de votación del nuevo Presidente del Consejo de Ministros, Leopoldo Calvo Sotelo, que debía suceder a Adolfo Suárez, quien había dimitido unos días antes. Tejero reclamaba que su acción estaba refrendada por el Rey Juan Carlos I.
El dramático incidente había sido inaugurado por el disparo de ráfagas de ametralladoras ejecutadas por los invasores hacia el techo del edificio, mientras los parlamentarios eran ordenados a tenderse al suelo bajo sus escaños. Solamente tres diputados se mantuvieron erguidos: el presidente Suárez, el líder comunista Santiago Carrillo, y el vicepresidente saliente del gobierno y ministro de Defensa, el general Manuel Gutiérrez Mellado.
Suárez, quien había sido el artífice de la recuperación de la democracia en 1978 con la aprobación de la nueva Constitución junto al Rey Juan Carlos, había terminado agotado en un ambiente preñado de enfrentamientos causados principalmente por el acoso que la banda terrorista ETA había estado imponiendo en el ambiente político mediante atentados contra policías, civiles y militares. El grave acontecimiento se resolvió luego de intensas horas de acción cuando el Rey Juan Carlos emitió una declaración por televisión en que en términos claros recordaba como Jefe de Estado a los golpistas y sus posibles colaboradores acerca de sus obligaciones.
El previo contexto de los graves acontecimientos estaba repleto de señales de peligro que se confirmaron. Entre los detalles que hicieron que el Rey tomara la drástica decisión destaca el entorno de su familia estaba superpoblado de errores históricos que se pagaron caros. Ese panorama se extendía tanto en el tiempo como en el espacio.
En primer lugar, el antecedente más remoto fue el error cometido por el propio abuelo de Juan Carlos, Alfonso XIII, cuando en la década de los años veinte del siglo anterior, se vio presionado por los militares y terminó aceptando el protagonismo del General Primo de Rivera en 1923. Bastaron unos pocos años hasta 1930 para que la influencia de éste se agotara y la evolución de la política nacional testificara el triunfo de las izquierdas en las importantes ciudades en las elecciones municipales de 1931. La II República española sobrevivió hasta el golpe militar del General Franco que desencadenó la Guerra Civil de 1936-39, y el posterior establecimiento de la dictadura franquista hasta 1965.
Juan Carlos tenía también en la propia familia de su mujer, la Reina Sofía, el latente impacto de semejante error político. El hermano de Sofía, el rey Constantino de Grecia, no pudo resistir la presión de los militares, a los que entregó la iniciativa del poder en 1967. Ulteriormente esa decisión significó el final de la monarquía griega y el establecimiento de un régimen republicano en 1973.
El ambiente que ocupaba la atmósfera de Madrid ese fatal 23 de febrero insistía en el recuerdo de los errores monárquicos del pasado. Por lo tanto, evitar las decisiones espasmódicas del pasado evitó la repetición de las tragedias históricas.
Las circunstancias de hoy, ante la aparente supervivencia de cierta inestabilidad social y política, en medio de una crisis económico-pandémica, aconsejan un análisis sobre la factibilidad de una resolución grave y drástica sobre las discrepancias políticas. Conviene, por lo tanto, meditar sobre los conatos de indisciplina en ciertos sectores militares. Tal como se han expresado en manifiestos emitidos por sectores de superiores militares bajo el estatuto de retiro.
Un sereno análisis de esos incidentes genera una evaluación serena al considerarse limitados a esos sectores liderados por una minoría nostálgica. En contraste, se presenta la profesionalidad de los sectores que han servido en las últimas décadas en misiones de paz, ayuda al desarrollo en incluso en la asistencia en la lucha contra la pandemia. Pero, eso no elimina totalmente la latente amenaza del descontento, acompañado por la deficiente actuación de los partidos políticos al enfrentarse a novedosos peligros.
Con cierta preocupación, por lo tanto, debe observarse el deterioro del ejercicio de la antaño importante posición del Partido Popular, cuya ventaja en el escenario nacional ha sido notablemente erosionada. Además de que el PP ha desaparecido prácticamente en el escenario catalán, también debe preocupar el fracaso de los partidos centristas (UCD fue el mejor ejemplo de la transición) que pudieran actuar como bisagras al modo de las formaciones liberales en algunos países europeos y en ciertas épocas, como Reino Unido y Alemania.
El batacazo propinado a Ciudadanos (que aspiraba a ser una supermoderna UCD), unido al ascenso estratosférico de VOX, debe injertarse en el centro de la meditación acerca de la inestabilidad del entramado político. También debe ocupar un lugar primigenio en la especulación acerca de la amenaza de un golpe, duro o blando, o simplemente preocupación prescindible. El aniversario del 23-F es una buena ocasión para detectar la latente presencia de Tejero sobre el hemiciclo del Congreso o considerar que la retirada del cadáver de Franco del Valle de los Caídos significa algo permanente.