Por Diego Bautista Urbaneja
En la Constitución de 1999 no está plasmado un proyecto de país, como algunos llaman. Están definidos un conjunto de parámetros, dentro de cuyo ámbito caben varios proyectos políticos específicos. Algunos proyectos políticos tendrían especiales dificultades en acomodarse a esos parámetros. Pienso en un proyecto de socialismo marxista ortodoxo o extremo, o uno correspondiente al fundamentalismo de mercado. Aun ellos, es de imaginarse, y gracias a la plasticidad que las palabras son capaces de adquirir en este tipo de cosas podrían arreglárselas para “cuadrar” dentro de la Constitución.
Pero dejando esos casos extremos, decíamos que son varios los proyectos políticos que podrían reclamar con derecho tener sustento en los términos en los que la Constitución define los principios que deben regir en el orden político, social, económico, jurídico, internacional, cultural, etc, que en el país se dé. Lo que define esas variantes es el énfasis que se le dé a uno u otro de los principios que en cada dominio se proponen en el texto de la norma fundamental. Porque, es el caso que están allí presentes principios que se encuentran, por decir lo menos, en una fuerte tensión.
Si traemos a la memoria el proceso del que resultó el texto constitucional, recordaremos que una de sus características fue la prisa. Seguramente – para recurrir a una benévola interpretación de sus imperfecciones – que ella jugó un papel en el hecho de que el texto de la Constitución esté tan lleno de ambigüedades, de lagunas, de tensiones o contradicciones.
Veamos el artículo 299, donde se establecen los principios definitorios del orden socioeconómico de la nación: “el régimen socioeconómico de la República Bolivariana de Venezuela se fundamenta en los principios de justicia social, democracia, eficiencia, libre competencia, protección del ambiente, productividad, y solidaridad”.
Como se ve, es difícil irrespetar todos esos linderos a la vez y en el mismo grado, así como es casi imposible satisfacerlos a todos simultáneamente y por igual. De modo que son varios los proyectos que pueden sostener, que atienden a criterios como esos, en un orden de prioridades tal que redunda en un respeto razonable por el conjunto de criterios. Ello supone que se tiene una teoría de cuál es el criterio clave, que abre la llave de paso para que los demás se satisfagan en la medida en que merezcan serlo, en atención al mayor beneficio posible para la colectividad nacional. Y esto que decimos en referencia al orden socioeconómico lo podemos decir en referencia a los demás aspectos contemplados en la Constitución.
Sin negar, entonces, la pluralidad de proyectos posibles, creemos que hay propuestas que van por la vía real de la Constitución, por su camino de en medio, mostrando una eminente conexión con la letra y el espíritu de esa norma. Una propuesta que la respeta claramente, sin requerir interpretaciones forzadas de ella, de esas que necesitan un poder judicial obsecuente para declararlas acordes con la ley fundamental. Así por ejemplo, el proyecto político que el país necesita puede apoyarse en dos pilares fundamentales. Uno referido al orden político y social, y el otro referido al orden económico.
En lo referente a lo político social, tenemos una democracia representativa, que para tener ese carácter se tiene que apertrechar de elementos participativos cada vez más amplios y penetrantes. En las condiciones de las sociedades actuales, no es concebible una democracia representativa digna de ese nombre, sin una vibrante sociedad civil y un surtido de instancias de participación, efectivamente conectadas con los órganos representativos.
La Constitución de 1999 brinda un marco adecuado a esa interacción. Consagra el carácter representativo de la democracia allí normada, aunque por un curioso prurito lingüístico haya prescindido de la palabra en el artículo seis, que define las características del orden político. De hecho llega a una expresión extrema de tal elemento representativo, al definir en el artículo 201 como de conciencia individual el voto de los representantes. Pero rodea y alimenta ese elemento representativo de un conjunto de instituciones participativas, cuya lógica de desarrollo va en la dirección de su expansión y profundización. Interpretamos que significación que mejor corresponde atribuir a esa combinación es la de lograr el balance que saque provecho al fundamento que sustenta ambos aspectos de la democracia, el representativo y el participativo. Una interpretación, entonces, que evita y rechaza la obliteración del uno por el otro, lo cual en la práctica significa la deformación del que prevalece- como lo vemos en el llamado parlamentarismo de calle – y un desperdicio de la riqueza democrática encerrada en el que se subordina.
Por otra parte, y ahora en referencia al orden económico, en la constitución están presentes los pilares de un orden económico cuyo mecanismo de funcionamiento básico es el mercado, regulado por las exigencias de la justicia social o la equidad en la distribución de la riqueza producida. Tales pilaras son la consagración en términos muy amplios de la propiedad privada (art. 115) y la consagración de la libertad de industria y de trabajo (art. 112).
En cuanto a las regulaciones en el sentido de la justicia social, está todo el conjunto de derechos sociales (Cap. V del Título III) las potestades de intervención en aras del interés colectivo que se atribuyen al Estado, las amplias posibilidades de organización y lucha sindical, la prohibición (arts. 95 al 97) del monopolio, así como el papel que en la dirección de la equidad han de jugar las instancias representativas y participativas presentes en la institucionalidad política.
La Constitución del 99 nos sugiere un orden económico donde se combine el dinamismo que imprime a la economía el mecanismo del mercado y la competencia y la atención a las exigencias de la justicia social. La experiencia del capitalismo contemporáneo ofrece varias versiones de esa combinación, así como diversas denominaciones para esas variantes. La economía social de mercado es una de las más conocidas y de las más exitosas.
Así tenemos un trípode posible, bien trabado, cuyos elementos tenemos que profundizar y desmenuzar: la Constitución de 1999, la democracia social, donde interactúa la dupla representación-participación, y la economía social de mercado, en la que la racionalidad económica que deriva del mercado se balancea con los requerimientos de la equidad redistributiva.