Por Manuel Alcántara Sáez (Infolatam) Una característica fundamental de la política latinoamericana, no siempre tenida en cuenta a la hora de analizarla, es el peso decisivo de su componente presidencialista. El hecho de que desde la independencia, y de manera continuada y generalizada, se optara por una nítida separación de poderes marca el juego de la política de manera inequívoca.
Cierto que durante décadas, diversos tipos de regímenes autoritarios hicieron confundir el abuso de los presidentes con una supuesta “preponderancia presidencialista” que se alzaba como un elemento identificador del diseño constitucional de la región. Sin embargo, el desarrollo democrático de los últimos treinta años ha configurado un escenario de notable complejidad donde las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo han desarrollado pautas bien diferenciadas según los países.
En el seno de este escenario variopinto paulatinamente ha ido quedando de relieve que no todos los Poderes Legislativos, desde un estricto punto de vista normativo, tienen igual capacidad legislativa. Las diferencias entre dos de los países con mayor calidad democrática como son Costa Rica y Chile, en este sentido, son abismales. Mientras en el primero la Asamblea tiene una enorme capacidad legislativa, en el segundo es la Presidencia de la República quien se alza con la primacía de la misma.
De la misma forma, y en lo atinente al pulso que pueden echarse ambos Poderes como confrontación de dos legitimidades con el mismo origen popular, América Latina se divide en dos esquemas muy diferentes en función de la coloración política de presidentes y asambleas, algo ligado al hecho de que la Presidencia goce o no de una mayoría fiel en el Congreso.
Mientras que en los países, los menos, donde el color político de ambas instituciones es el mismo (Uruguay) la convivencia es cómoda y se facilita la hechura de las políticas, en la inmensa mayoría la coloración es diferente, o, en otros términos, el gobierno no tiene una cómoda relación con el Congreso. Lo cual lleva a permanentes, y a veces tensas, negociaciones cuando no a tentaciones de que el Ejecutivo gobierne sin el Congreso, algo que muy bien conocieron los peruanos en 1992.
En este sentido, un reciente estudio de la Universidad de Vanderbilt (Diana Orces: Perspectivas desde el Barómetro de las Américas: 2009, 25) ha puesto de manifiesto que, de acuerdo con los datos de una encuesta de opinión pública realizada en 2008, Ecuador y Colombia serían los dos países latinoamericanos más proclives a avalar a un Ejecutivo que gobernara sin el Congreso, contrariamente a Argentina y a Paraguay que se situarían en el extremo opuesto. Por otra parte, el análisis pone de relieve, en relación con variables socioeconómicas, que los que viven en ciudades grandes muestran altos niveles de apoyo a la concentración del poder en el Ejecutivo y que los que poseen un mayor índice de educación superior, tienen más ingresos y son mayores de edad, cuentan con niveles significativamente menores de apoyo al Ejecutivo.
Más interesantes resultan las actitudes políticas que tienen que ver con el apoyo a la concentración del poder en el Ejecutivo. De esta manera, se constata que cuando la gente percibe que el Congreso es un obstáculo para la Presidencia más se decanta por ésta, e, igualmente, mientras más popular resulta quien la ocupa mayor es el apoyo a que ésta pudiera gobernar sin el Congreso.
Ambas cuestiones otorgan un argumento empírico notable a quienes sostienen la existencia de una estrecha relación entre presidencialismo, personalismo y baja institucionalización. Complementariamente, se verifica que quienes se ubican en la derecha son también aquéllos que tienen un alto sustento a un Gobierno sin Congreso. Sin embargo, el estudio también demuestra que las personas que tienen mayor conocimiento político son menos proclives a aceptar un desequilibrio de poderes a favor del Ejecutivo.
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