¿Vale la pena cambiar de régimen político?

Por Adrián Albalá y Christopher Martínez

Recientemente fueron las elecciones generales en Alemania y todos están pendientes de cómo será el próximo gobierno. De momento parecería que SPD, verdes y liberales estarían en negociaciones avanzadas… pero no hay anuncios previstos antes de diciembre… La incerteza ya es algo bastante corriente en Europa. Frecuentemente tras una elección en Bélgica y Holanda hay que esperar meses y a veces más de un año para que se pueda tener un gobierno. Recientemente Israel tuvo que recurrir a cuatro elecciones para poder determinar quién sería el jefe de gobierno y en 2019 sucedió algo similar en España. Estos gobiernos “Frankestein”, producto de juntar partidos con agendas opuestas tienden a ser imprevisibles y poco duraderos como el efímero gobierno italiano compuesto por la Lega Nord y el Movimiento Cinque Stelle.

¿Qué tienen en común todos esos casos? Todos son sistemas parlamentaristas.

En América Latina el debate sobre la adopción de nuevos sistemas políticos no es nuevo. Casi todos los países se plantearon alguna vez discutir la adopción de nuevos sistemas. Otros, como Brasil, recurrieron a referéndums para ello. Y Chile o Perú, ya experimentaron más de un sistema a lo largo de su historia.

La cuestión de abandonar el sistema presidencialista tuvo mucho eco en los años 80’ y 90’, tras los trabajos de Juan José Linz y sus seguidores, quienes apuntaban los supuestos “peligros” del sistema presidencial. El principal argumento era que este sistema, por su rigidez, era incapaz de zanjar cualquier controversia entre los poderes ejecutivos y legislativos, aumentando así la probabilidad de impasse político pudiendo llegar al quiebre democrático. Linz utilizaba el ejemplo del Chile de Allende, argumentando que, si hubiese sido primer ministro en un sistema parlamentarista, un voto de censura habría sido suficiente para derrocarlo, en vez de un golpe de Estado.

Otro argumento utilizado es que, debido a su supuesta concentración de poder, los sistemas presidencialistas ofrecen menos incentivos para formar alianzas tendiendo, por ende, a ser más radicales e inestables.

Los defensores de las democracias presidenciales parecen privilegiar los elementos constitucionalistas por sobre los estructurales, históricos o contextuales para explicar su funcionamiento. Según esta visión, los golpes de Estado de los 70’ en América Latina se debieron mucho más a cuestiones constitucionales que a cuestiones sociopolíticas, e incluso geopolíticas como la Guerra Fría.

La realidad latinoamericana tras los 80’ mostró que los sistemas presidencialistas son, en realidad, mucho más estables y eficientes de lo que Linz y compañía teorizaron. Países como Chile, Brasil o Colombia han sido ejemplos de “presidencialismo de coalición”, conjugando estabilidad política y democrática con relativo éxito en términos de eficiencia gubernamental.

El politólogo José Antonio Cheibub mostró que los países presidencialistas recurren un 62% del tiempo a formar coaliciones cuando parten como gobiernos de minoría. Esto refuta una de las principales tesis de Linz, pues las coaliciones sí se forman y lo hacen regularmente. No solo eso, la democracia ha sido relativamente estable en la región. Incluso los golpes de Estado ocurridos en las últimas décadas contra de Manuel Zelaya en Honduras (2009) o Jamil Mahuad en Ecuador (2000), no llevaron al quiebre de la democracia y sus gobiernos fueron reemplazados por civiles.

Es decir, ante graves crisis constitucionales no hemos presenciado la caída de la democracia tal como lo predijo Linz y Valenzuela. De hecho, más que una confrontación insalvable entre el legislativo y el ejecutivo, propia de la separación de poderes del presidencialismo, lo que ha mermado la democracia en algunos países latinoamericanos ha sido la excesiva y autoritaria concentración de poder de algunos presidentes, como es el caso de Nicaragua, Venezuela o El Salvador.

Sin embargo, eventos recientes vuelven a poner en cuestión el sistema de gobierno. Y particularmente en Chile y Brasil, han surgido diversas propuestas con vistas a la adopción de un sistema parlamentario o “semi presidencialista”. A raíz de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff en Brasil y del inédito —aunque improbable— proceso a Sebastián Piñera, el principal argumento defendido es “¿como deshacernos de un presidente impopular?”

Los defensores de los sistemas parlamentaristas o semi-presidencialistas —sin especificar qué entienden por ello— abogan que, por ser más flexibles, estos sistemas facilitan la salida de las crisis ya que los gobiernos pueden ser derrocados a través de un voto de censura o desconfianza. Como si la inestabilidad gubernamental fuera una sinecura.

Esa retórica tiende a sobredimensionar las crisis al focalizarse sobre la resolución de las mismas. Pero no considera los mecanismos previos al estallido de crisis. Cabe señalar, de hecho, que siempre se compara al presidencialismo sobre este elemento, supuestamente negativo, y no se evalúan sus elementos positivos.

La caída de un gobierno, cualquiera sea el sistema, no necesariamente pone fin a la crisis. En América Latina lo hemos visto en Argentina luego de la salida de Fernando de la rúa en 2001 cuando el país tuvo una seguidilla de presidentes interinos sin poder controlar la crisis que originó todo. En Europa también ha habido casos donde los gobiernos caen y los partidos no logran ponerse de acuerdo para formar otro. O, incluso si forman un gobierno nuevo, este vuelve a caer para luego ser reemplazado por otro.

Cuestiones centrales como la representatividad, previsibilidad y responsabilidad tienden a ser más fuertes en sistemas presidenciales. En esos sistemas la formación del gobierno está a cargo exclusivo de quien ganó las elecciones y las discusiones son limitadas en el tiempo ya que cuando se inaugura el mandato el gobierno tiene que estar montado, lo cual los hace mucho más previsibles.

La previsibilidad en términos de políticas públicas es particularmente relevante para países dependientes de inversiones extranjeras, como son los latinoamericanos. Basta mirar a Bélgica que en los últimos diez años ha pasado cuatro sin gobierno para pensar en los posibles problemas que esto traería.

Finalmente, se debe sopesar en las potenciales ventajas y costos de instalar nuevos regímenes políticos que reemplacen al presidencialismo, sin olvidar la cultura y aprendizaje político de cada país. Los países con sistemas parlamentarios que usualmente se usan como ejemplo, ubicados mayoritariamente en Europa occidental, están acostumbrados a lidiar con la formación de gobiernos y los conflictos entre el presidente y el primer ministro. De alguna manera, estos países se han acostumbrado y han aprendido a lidiar con esos problemas. Pero ese tipo de dinámicas serían totalmente nuevas para América Latina, que históricamente ha preferido el presidencialismo, el cual ha adaptado a sus propios contextos e idiosincrasias.

Publicado en Latinoamérica 21