La democracia ha muerto en El Salvador

Por César Castro Fegoaga

En sus primeras horas como nueva Asamblea Legislativa, 64 empleados de Nayib Bukele votaron como primer encargo la abolición del sistema de contrapesos del estado de derecho. La destitución de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia no solo constituye un autogolpe de Estado contra el Órgano Judicial sino que consolida la vocación dictatorial de Bukele para gobernar con poder absoluto y sin ninguna entidad que lo controle; la destitución del fiscal general de la República traza la hoja de ruta para la persecución política en el país.

La Sala de lo Constitucional es el máximo tribunal de justicia del país, encargado de interpretar la Constitución salvadoreña y de frenar, cuando así ocurre –algo que se ha agudizado y se ha vuelto una costumbre desde junio de 2019–, abusos de poder y violaciones a los derechos que establece la carta magna. No es casual, pues, que la primera encomienda de la nueva Asamblea fuera despejar la pista para las arbitrariedades de Casa Presidencial.  

El fiscal general de la República, según la moribunda Constitución salvadoreña, es el encargado de la persecución penal. En el nuevo régimen instalado, con funcionarios que ejercerán como títeres, el papel del nuevo fiscal será aún más determinante para el establishment que la nueva Sala de lo Constitucional, la nueva Corte de Cuentas o la nueva Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Si el mutis en la Corte Suprema servirá como pasapapeles de las aberraciones jurídicas, las capturas y los procesos penales que dicte el fiscal de Bukele serán el garrote que buscará garantizar la obediencia. Ver, oír y callar.

No es, por desgracia, una sorpresa. El 9 de febrero de 2020 fue una declaración de intenciones. En aquella oscasión, acompañado de militares y policías autómatas, Bukele se tomó la Asamblea Legislativa porque quería el poder absoluto. El 1 de mayo de 2021 marca el inicio de la consolidación de aquella estrategia, que solo ha sido posible por décadas de corrupción, toneladas de ignorancia, millones en propaganda, la venia de muchos acaudalados y los silencios cobardes de algunas representaciones diplomáticas –como la del embajador Johnson o del todavía embajador de la Unión Europea– o la tibieza, cobardía y tardanza en rechazar lo ocurrido de parte de la OEA de Luis Almagro. A la Corte Suprema y la Fiscalía seguirán la Corte de Cuentas, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos de El Salvador (PDDH) y cualquier institución, por pequeña que sea, que signifique un valladar a la sed de poder.

El golpe a la institucionalidad del país no pasó inadvertido en actores internacionales que son claves y que toman decisiones que inciden de forma directa en la vida de la población salvadoreña. La subsecretaria interina de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado de EE. UU, el secretario de Estado de la administración Biden, congresistas y senadores, han expresado abiertamente su rechazo a lo ocurrido. Con guiño a China, la administración de Bukele se muestra envalentonada en una puja desequilibrada y que podría tener graves repercusiones para El Salvador, principalmente en temas migratorios.

El 1 de mayo será recordado como el día en que 64 marionetas, en representación de miles de personas, le entregaron el poder total a una persona. A una persona. Más que refundar la república –como repitieron, siguiendo el libreto–, la fundieron. Tres poderes pasarán a ser uno solo. Ningún país donde el poder se ha concentrado en una sola persona ha terminado bien. Ninguno. La inexperiencia, la juventud, la ignorancia y el fanatismo de la nueva Asamblea no deberían ser excusas para una concesión disparatada.

Las resoluciones que destituyeron a los funcionarios carecen de legalidad, pero eso quedará en anécdota. Al gobierno, que ha entendido que mentir y robar no acarrea consecuencias, no le importará la resolución de la Sala de lo Constitucional que declaró inconstitucional la destitución de sus magistrados. Mucho tiene que ver, además, que el ejercicio del poder sea entendido por el clan Bukele como una combinación de propaganda y fuerza bruta. Es lo que queda cuando falta la razón. Lo vimos el 9F con columnas de soldados empuñando fusiles; lo vimos la noche del 1M cuando la policía se tomó la Corte Suprema para que luego, una vez consumada la votación, el secretario jurídico de la presidencia acompañara de la mano a los magistrados espurios; y también lo vimos cuando el director de la Policía, después de ordenar que sus subalternos entraran a la Fiscalía, acompañó al nuevo fiscal general al que será su trabajo.

Bukele, al que ya no se le puede llamar presidente, ha enfatizado su verdadero rostro, uno que difícilmente podrán maquillar las niñerías en Twitter o los millones pagados en lobistas en Washington. Aunque parezca oscura, la noche del 1 de mayo deberá ser motivación suficiente para que la sociedad salga de su comodidad. No será sencillo porque este gobierno se ha encargado de implantar el miedo al disenso: los linchamientos digitales al opinar, la maquinaria de la desinformación diaria o la Policía y Fuerza Armada partidarias lo harán más complicado pero nunca imposible. Lo que está en juego, aquello que empaquetamos bajo el nombre de democracia, debería ser suficiente para dejar que la indignación salga de las redes sociales y llegue a las calles.

No hay que esperar la bota en el cuello o la indiferencia ante una grave violación a los derechos para reaccionar. Incluso los que aplauden sin pensar, más pronto que tarde, se darán cuenta de la estafa.

El periodismo no se salvará de estos ataques; es más, estos se agudizarán. Desde el oficialismo la intención será aplacar cualquier voz crítica. La respuesta debe ser más investigaciones a profundidad, exigir -no pedir- respuestas sobre el uso de los fondos públicos, revelar lo que pretenden mantener oculto. El periodismo no puede ser servil a una dictadura; debe ser irreverente, una característica que comparte, para el caso, con la sociedad civil.  Por ello, y ante la falta de instituciones que ejerzan el control político, le corresponde a la ciudadanía no quedarse callada. El miedo no puede ni debe ser excusa para reinvidicar el derecho a decir no. El silencio es una complicidad indigna.


Editorial Revista Factum (El Salvador)

Publicado en Latinoamérica 21